EN LA CASA BLANCA
Ese día de verano en 1977, el avión siguió dando vueltas sobre la ciudad de Washington un par de horas, incapaz de aterrizar en el congestionado aeropuerto Nacional, por lo que llegué media hora tarde al almuerzo en la Casa Blanca. Me condujeron en volandas al comedor donde ya estaban sentadas alrededor de 20 personas. El libro que yo había traído desapareció de mis manos cuando me sentaron entre Charlotte Curtis, la cronista social del New York Times y Alex Haley, el autor de Raíces, en la mesa ovalada.
Cuando recibí la invitación al almuerzo que el presidente Jimmy Carter y su esposa Rosalynn estaban ofreciendo en honor de Farah Pahlavi, emperatriz y esposa del Shah de Irán, tuve cierto recelo sobre si debería aceptarla. El Shah estaba suprimiendo salvajemente el descontento popular contra su gobierno mientras el presidente Carter lo estaba apremiando, sin conseguir ningún resultado, para que hiciese reformas democráticas. ¿Estaría apoyando políticas represivas si iba al almuerzo? ¿Alguien vería mi rechazo a la invitación como un acto de protesta? ¿Quién, aparte de mí misma, podría interesarse si yo había aceptado o no? Y además ¿porqué me habían invitado?
Primero necesitaba investigar el grado de participación de Farah Pahlavi en las políticas del régimen. Entonces descubrí que, después de haber cumplido con su obligación de proveer un heredero a la corona, se había involucrado en lograr el voto para las mujeres iraníes; en apoyar el desarrollo de las artesanías de las mujeres en pueblecitos remotos; y en la creación de varios museos, incluyendo aquellos dedicados a las artes tradicionales de las mujeres. Cuando decidí aceptar la invitación pude enfocarme en las razones por las cuales había sido invitada, que asumí tenían que ver con los estudios de arquitectura que Farah Pahlavi había realizado en la École Spéciale d’Architecture en París, y mi reciente exposición y libro sobre las mujeres en la arquitectura estadounidense, que había recibido mucha atención mediática en los principales diarios y revistas, además de las publicaciones especializadas. Sin embargo, Farah Pahlavi había conocido muchos arquitectos famosos en sus roles de reina y emperatriz, que podrían haber sido invitados pero no lo fueron. Por lo que interpreté la decisión de la Casa Blanca de invitar a sentarse en su mesa a las arquitectas como un gesto desinteresado de reconocimiento a la flamante visibilidad que nos había dado la exposición. Dadas las circunstancias, no parecía que este gesto hubiese reportado alguna ganancia política, como ocurre cuando se invitan ciudadanos de a pie a sentarse junto a la esposa del presidente cuando éste da su discurso sobre El Estado de la Unión.
Cuando acabó el almuerzo, el libro que había traído se materializó nuevamente entre mis manos. Era una copia de Las Mujeres en la Arquitectura Estadounidense que yo tenía la intención de dar a Farah Pahlavi. Pero cambié de parecer en la línea que se formó para que los comensales nos despidiéramos de nuestros anfitriones y su huésped de honor. La emperatriz no era la persona que podría sacar más provecho del libro. Se lo dí a Rosalynn Carter. “Es para su hija Amy”, le dije.
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