VIVIENDA COMO MANIFIESTO
08.06.2021
Durante mis años de estudiante, las casas que los arquitectos diseñaban para sí mismos se presentaban como manifiestos construidos sobre la forma o la tecnología. Algunas de esas casas, como la de Melnikov en Moscú, estaban en la ciudad, pero la mayoría eran residencias vacacionales como la de Aalto en la isla de Muuratsalo, separadas de la trama urbana para expresar mejor su singularidad. Cuando se incluían planos en las publicaciones, las plantas revelaban una domesticidad patriarcal gestionada por la esposa del arquitecto o sus empleadas. No se incluía en estas viviendas un “cuarto propio” para la mujer aparte de la cocina, o quizás como en la casa de Walter Gropius in Lincoln, Massachusetts, un cuarto de costura, la contrapartida de su estudio, que era un espacio para pensar.
Aún si me interesaban algunos de los experimentos tecnológicos o innovaciones formales de estas viviendas, no tenía ningún interés en emularlas. Durante los cuarenta años que viví en Manhattan me mudé ocho veces, y mi lugar de residencia siempre estuvo a una corta distancia de mi estudio, comenzando en la década de 1970 cuando encontré un apartamento frente a la entrada de servicio del Museo de Arte Moderno en la calle 54 y tenía mi estudio dos plantas más abajo. La ciudad era mi salón, y cualquiera de los pequeños y baratos restaurantes para oficinistas que por entonces había en las calles de mi barrio podía ser una extensión de mi vivienda, un lugar para encontrar amigos y colegas. Cuando vino a entrevistarme una periodista del New York Times, que estaba entrevistando a arquitectos para promocionar marcas de electrodomésticos que después pagarían por publicidad, me preguntó cual era mi utensilio de cocina favorito. Respondí que era el restaurante del hotel Dorset frente a mi estudio; ella se rio, pero no incluyó mi respuesta en su artículo.
Siempre he estado comprometida con la relación entre la vivienda y la ciudad, especialmente cómo las viviendas se relacionan con los recursos urbanos para construir una buena y productiva vida. Yo ya vivía en la “ciudad de los 15 minutos” que Ann Hidalgo, alcaldesa de París, declaró décadas mas tarde su objetivo para esa metrópolis. Todo lo que yo necesitaba para mi vida diaria lo podía encontrar andando. Y siempre procuraba que hubiese cerca de mi vivienda un parque o plaza, un museo, librerías, galerías de arte y cines, aún cuando (o quizás porque) mis ingresos eran bastante modestos. Estas eran las ventajas de vivir en Manhattan durante esos años, y así era la vida urbana que defendí para las mujeres en contra de la vida aislada del suburbio. Eso fue mucho antes de que, desde el feminismo y la defensa del transporte público, se promocionase la densificación de los suburbios y la combinación de usos residenciales y comerciales. Mi visión implicaba imbricar la arquitectura y el diseño urbano, consideradas como disciplinas distintas y separadas en mis experiencias académicas de fines de la década de 1970 y comienzo de los años 80. Dicha visión también implicó desafiar el discurso arquitectónico entonces dominante, enfocado en el lenguaje de la arquitectura independiente de su contexto y en el rol de la historia en los proyectos contemporáneos. Conceptos tales como sitio, vida urbana y las maneras en que las viviendas construyen la ciudad estaban en los márgenes del discurso promocionado por revistas tanto académicas como profesionales en los Estados Unidos. Aunque yo introduje muy temprano estos conceptos en mis talleres de proyecto en la Universidad de Columbia, llevaría mucho tiempo hasta que se aceptaran en el discurso académico, aún en sus márgenes.
“Space as Matrix” (“El Espacio Como Matriz”), publicado en 1981, fue mi manifiesto acerca de la vivienda y su contexto, y acerca de la vida y la arquitectura. No fue hasta mas de tres décadas más tarde que pude realizar esas ideas en el diseño y construcción de una vivienda con mi pareja. Nuestra vivienda, en un pueblo de España, no es un objeto exento; es parte de una comunidad de siete familias donde las viviendas conservan sus identidades diferenciadas dentro de la identidad colectiva de la comunidad. (Ver https://www.susanatorre.net/es/arquitectura-y-diseno/el-individuo-y-el-colectivo/). Lograrlo supuso el desafío de desarrollar un lenguaje arquitectónico que permitía variaciones para cada vivienda, en lugar de diseñar cada una con un lenguaje exclusivo y único. Cada vivienda tiene sus características particulares, a diferencia de un edificio de apartamentos donde la unidad de expresión impuesta a las viviendas individuales hace que sus diferencias desaparezcan detrás del anonimato de puertas idénticas. Intenté también expresar formalmente la posibilidad de cambio, no siempre deseable, en nuestro caso construyendo en los espacios entre viviendas.
Construimos la comunidad en una parcela sobre el Mediterráneo que yo había comprado en 1971 con dinero que me entregó mi abuela paterna para que yo “regresara a España por ella.” Pero la parcela desapareció bajo la primera Línea de Costas que define el límite entre el mar y las edificaciones sobre tierra firme y tuve que esperar hasta que se moviera 35 años después para poder construir en ella.
Nuestra vivienda no es una casa sino un lugar hecho de espacios multifuncionales a ser completados por la comunidad, el pueblo, y también el cielo y el mar. Mi intención fue hacer que la arquitectura se disolviese en la experiencia de vivir.
El Cuarto Azul de nuestra vivienda
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