DE COMPRAS
El comediante de televisión David Brenner me entrevistó en los primeros años de la década de 1980 en relación con la remodelación de una vivienda que recién había comprado en Nueva York. Había leído un artículo sobre mi obra en la revista Avenue, que se entregaba gratuitamente a los residentes de Park Avenue y otros neoyorquinos con altos ingresos. Me citó en su residencia, pletórica de objetos, incluyendo una novia-trofeo que se mimetizaba con ellos. Mi carrera recién comenzaba, por lo que mi portafolio no era muy abultado, y solo incluía interiores. Pero los proyectos no carecían de ambición. Brenner me pareció un hombre inteligente, por lo que entré a explicarle el mapeo de los sitios, las matrices espaciales y el imaginario asociativo de mis proyectos, resueltos en una compleja espacialidad. Le llamaron la atención el Despacho de Abogados y el Consulado de la Costa de Marfil. Parecía asombrado de que banales oficinas podían convertirse en paisajes metafóricos evocadores de asociaciones personales o colectivas. Silenciosamente, terminó de pasar revista al portafolio y dijo: “ Esto… no… va… a… funcionar… Usted… es… eh… una… artista! Y… nosotros… somos… eh… CONSUMIDORES!!! Puedo recordar cómo se salpicaron las fotos, afortunadamente protegidas por fundas de plástico. Sagazmente, él se dio cuenta de que no podría contar conmigo como una compañera genuinamente entusiasta a la hora de salir de compras.
Con el tiempo aprendí a gestionar el consumo impulsado por el afán de consolidar o aumentar su estatus que los clientes que pueden pagarse un arquitecto introducen en el diseño de sus viviendas. Pero esa tarde con David Brenner me hizo afrontar sin subterfugios algunas preguntas difíciles sobre el tipo de vida profesional que aspiraba a desarrollar. Por primera vez en mi incipiente carrera tuve que considerar si los arquitectos, especialmente los jóvenes ansiosos por conseguir proyectos, tendrían que promoverse suprimiendo la discusión de ideas y diciendo solo lo que los clientes querían oír. O si había habido un malentendido cultural que me impidió “leer” la situación desde el comienzo. Y si valdría la pena hacer proyectos tan circunscriptos por asuntos relacionados con el estatus y el consumo. O si las arquitectas eran percibidas como más interesadas en ir de compras que los arquitectos. Unas pocas semanas antes me habían preguntado en una entrevista de la sección del Hogar del New York Times cuál era mi electrodoméstico favorito, incluyendo la marca. Respondí recomendando el restaurante del Hotel Dorset, frente a mi vivienda, donde desayunaba tan pronto como me despertaba. Como mi respuesta no había cumplido con las expectativas de la entrevistadora, no fue publicada.
Pensé entonces que, si tenía que ganarme la vida exclusivamente con la práctica profesional, tendría que aprender a vivir con el engaño y la autocensura. La cuestión era: ¿hasta dónde podría llegar sin violar mis propios valores? Sintiendo la peligrosa proximidad de una cuesta resbalosa, decidí encontrar una manera de combinar la práctica profesional con la académica. Ya tenía colegas (masculinos) que lo estaban haciendo (aparentemente con éxito) aunque no se quedaban tantas horas como yo con sus estudiantes para asegurar que produjeran el mejor diseño del que eran capaces. Tal dedicación de mi parte me ganó una posición a tiempo completo en la Universidad de Columbia, y la libertad económica para poder rechazar proyectos definidos exclusivamente por el consumo. Pero al precio de vivir una existencia heroica y desequilibrada, presionada por la intensidad de cumplir con las agotadoras exigencias de vidas paralelas. Cómo me las arreglé para navegar la dicotomía entre la práctica profesional y la académica será el tema de otros artículos en este blog.
Sin embargo, todavía agradezco la agudeza de David Brenner (recientemente fallecido) por su perspicacia, que me ayudó, y a él también, a clarificar una distinción crucial.
reply? please send me an e-mail